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miércoles, 24 de septiembre de 2014

El voyeur

Dejé de culpar a los hombres por mirar a las mujeres cuando me di cuenta qué delicioso era mi cuerpo desnudo, frente al espejo.

Dejó de molestarme que él las fotografiara completamente desnudas, con el culo abierto, chupándose los dedos, tocándose los labios… cuando yo misma me compré una cámara y me fotografié: el coño, como diría Penélope Cruz en cualquier película de Almodóvar.

Dejé de maldecirlas cuando comencé a apreciar su belleza, que es por mucho, superior a la de los hombres. Dios sabe que es verdad.

Y así pues, haciendo conclusiones un día caí en la cuenta de lo tonta que era. De lo que estaba dejando de disfrutar simplemente por juzgar en otras mujeres lo que a mí me encantaría poseer con naturalidad. Encanto. Sutileza, confianza, intensidad. De esa que se transmite y que emociona.

Dejé de reprocharme ser mujer y entonces me lo empecé a tomar en serio. Como muchas puse un espejo frente a mí y me abrí los labios para inspeccionarme la vagina. Dediqué días enteros a su contemplación. Me enamoré de ella. La convertí en el centro de mi energía y entendí que era tanta que podría ser mi fin o mi perdición.

El ver mi cuerpo diferente trajo también, algunos inconvenientes. No inconvenientes insufribles pero sí desencuentros conmigo misma.

Me enamoré de mi figura desnuda, sin embargo noté que eso comenzaba a “insultar” a la gente que me rodeaba. Tampoco es que quisiera andar por la vida con las tetas de fuera, sinceramente soy demasiado friolenta para soportarlo, pero... empecé a hacerme demasiadas preguntas.

¡Ni en la playa!, ¿por qué no puedo sacarme las tetas y el culo para que les dé color el Sol? Me parece de lo más absurdo. No sé cuántas imágenes de mujeres con diminutos bañadores he visto, las suficientes, supongo, para darme cuenta de que lo que quiero hacer no es un disparate.

Justo ahí, me revelé ante la imagen impuesta de mí misma. Empecé a decidirla y a disfrutar su confección. A imprimirle cualquier tipo de obsesiones que me parecieran indispensables.


Entonces, caí en la cuenta de que era una exhibicionista y lo sexy que me sentía al pronunciarlo. Me di cuenta también de que él era un voyeur y que habíamos nacido el uno para el otro.


jueves, 18 de septiembre de 2014

La ventila

Es justo al mediodía cuando la luz del Sol entra directo por la ventila del baño.

Unos días atrás la ventila perdió el acrílico, quedando solo el marco. Nadie ha intentado reponerla.

Desde que la ventila quedó expuesta la luz de los días transcurre diferente en el departamento.

Hay más polvo y el baño siempre está húmedo, por la brisa que se cuela de las lloviznas frecuentes.

Casi no hay necesidad de encender la bombilla, solo las jornadas demasiado nubladas, o muy grises y contaminadas.

Al amanecer los rayos que penetran el cuarto de baño son suaves y dorados.

Poco antes de las  9:00 AM uno alcanza la bola de espejos que decora la lámpara del estudio, reproduciendo destellos de espejitos brillantes por doquier.

A mediodía, los rayos se tornan más resplandecientes. Abrillantan el cuarto con tanta intensidad que se genera un estado de desvarío, como en tono de ensueño y hasta agobio. Los hilos de luz convierten la ducha en un baño de vapor.

Me gustan las duchas muy calientes. De esas “como para pelar pollos”.  Sentir la fuerza del chorro caer por mi espalda y recorrerme en distintas direcciones del cuerpo me provee de energía.   

Desde que la ventila quedó descubierta, la idea de tomar una ducha es verdaderamente placentera.

El ir y venir de las piececitas de ónix que cuelgan alrededor… el golpeteo resulta ¡tan agradable! Cómo no me van a gustar las duchas calientes si son deliciosas, a presión.

Cada baño ha resultado más intenso porque le he añadido nuevos elementos. Por ejemplo jabones y velas aromáticas. Toallas esponjadas para secar el rostro. Y por supuesto, inciensos.

Si fuera por mí, duraría horas en la ducha, pero la consciencia ambiental me atormenta y me hace cerrar las llaves hidratantes antes de perder los cabales.


Estoy considerando no afianzarle acrílico a la ventana, y dejarla así, abierta a la imaginación de mi nuevo baño de vapor.  


jueves, 4 de septiembre de 2014

El desconocido

Mientras caminaba por una amplia avenida de la ciudad, un auto trató de emparejarme el paso. Fingí distracción, pero caí en la cuenta de que era a mí a quien miraba su conductor. Le miré también, disimuladamente y noté que el desconocido decía conocerme haciéndome la conversación con un tono bastante familiar.

—¡Tiene tanto que no te veo! ¿Cómo está tu familia?

Dijo mi nombre.

¡Te has puesto cada vez más hermosa!

Suspiró.

Sube. Abrió la portezuela y con una mirada más pervertida que amigable, tocó delicadamente el asiento para que yo depositara ahí el trasero.

Metí las piernas y me acomodé dentro. Arrancamos.

—Qué gusto me da verte. Escápate conmigo. Vamos a donde tú me digas. A dónde quieras. Tengo ganas de estar a tu lado, no puedo desaprovechar esta casualidad de encontrarte.

Lo miré con ojos de pistola y comencé a reírme como loca.

—¿Qué dices? ¿Escaparme de qué?

¿Por qué te ríes? Dijo mi nombre, nuevamente.

No puedo escaparme a ningún lado. Tengo prisa. Tengo que mandar un texto que…

Me interrumpió.

No importa lo que tengas que hacer. Quiero estar contigo. Vámonos. ¡Tiene tanto que no te veo! Te has puesto divina… seguro te vas a enamorar de mí…

Parecía que lo decía en serio y de pronto se me figuraba que no me proponía nada nuevo. No tenía ni idea de quién era ese hombre. Olía muy bien y su camisa estaba bien planchada, pero no recordaba haberlo visto nunca.

¿En dónde estás trabajando?

Soy escritora.

Yo puedo conseguirte un trabajo de recepcionista en Pemex. Ganarías mucho más de lo que ganas ahora.

—¡Yo no quiero ser recepcionista!

Fruncí el ceño comenzando a enfadarme.

Dijo mi nombre de nuevo y calmándome, dibujó en su rostro una sonrisa plácida.

¿Entonces? ¡Vámonos! ¡De verdad deseo estar contigo, disfrutarte, mirarte completita, toda la tarde!

Se acercó e intentó llegar a mi cuello. Me alejé.

No puedo. Mejor, otro día. De todos modos gracias.

A estas alturas no podía decirle que no lo recordaba (aunque de verdad había intentado hacerlo). No podía decirle que al principio pensé conocerlo pero que poco a poco me di cuenta que era el sujeto más desconocido que había visto. No podía explicarle por qué había subido a su auto sin conocerlo ni que me excitaba muchísimo que me hiciera propuestas tan desvergonzadas e indecorosas. 

—¡Ya!, basta, no me hagas suplicarte. ¡Te deseo tanto! Escápate conmigo, no lo pienses más. No me importa que tengas novio. Soy un hombre libre, quiero estar contigo… ohh Dios, hueles riquísimo.

El hombre bajaba la velocidad mientras se deshacía en piropos y cortejos sexuales hacia mí. Comencé a lubricar.

Puedo darte lo que me pidas. Puedo darte 5 mil pesos. ¿Cuánto necesitas?

Me sonrojé y dejé entreabierto el labio en seña de sorpresa.

No, no hace falta. Tengo que marcharme. Detente, no estoy bromeando. Tengo mucha prisa.

Se detuvo. El desconocido escribió una dirección electrónica detrás de una tarjeta y me la entregó. Luis Carlos. ¿Quién coño es Luis Carlos y por qué me daría 5 mil por dejarme mirar y disfrutarme toda esta tarde?

Bajé del auto y cerré la puerta. No volví la vista para despedirme. El desconocido agarró rumbo y yo seguí caminando por esa amplia avenida citadita a la que ya le había aventajado camino.

Juro que no tengo idea de quién era esa tipo ni por qué la escena me había parecido tan sexy y estimulante. Tallé mis piernas con las manos y sentí cómo la brisa de la tarde me disfrutaba a mí, completita. Cosas de las tardes.




lunes, 18 de agosto de 2014

Desde la ventana

El follaje de los árboles cubre casi por completo la ventana. Del marco se asoman malvones rosados y se desprende un agudo olor a menta.

Antes de la medianoche se enciende una lámpara que deja ver cómo se escapa un hilo de copal quemado.

Esa mujer parece más bien un gato. Apenas llega su marido a casa y comienza a sonar música extravagante.

Aunque la ventana de mi habitación queda frente a la suya, prácticamente no veo nada. Por la noche, sombras y por la mañana destellos.

Qué difícil es concentrarse cuando esa ventana está tan expuesta. Lo más tormentoso es cuando llega el ritual.

Siempre escapan sonidos difíciles de identificar. A veces se escucha como si una gata en celo se estremeciera desde el otro lado. Como si un gran felino se le incrustara bruscamente, más y más.

Pero no. Son dos amantes de forma humana los que ahí se entrepiernan cada tarde, cada mañana, todas las noches.

Las más intensas han sido las de luna rebosante, a las que universalmente se le han atribuido dones hipnóticos y afrodisiacos. Esas noches aquel hombre posee a la mujer como si ésta fuera una prostituta, cosa que le excita a ella, tanto como a mí. Escucharla me hace figurarme que también podré poseerla, un día, cuando la haga salir de esa habitación, o logre colarme en ella.

Él es fotógrafo. Entra y sale de ahí sin horarios precisos. Aunque no suelo admirar la belleza de los hombres, debo aceptar que éste es particularmente atractivo. Su discreción llama la atención. Y sus largas barbas...

El domingo pasado llegó en un coche. De él descendió acompañado de una rubia. Era una mujer chiquita, de un cuerpo disimulado pero de un trasero exquisito.

Sacaron de la portezuela un par de maletas de las que se asomaban algunos accesorios como antifaces y colguijes brillantes. Entraron de inmediato al departamento. 

La rubia estuvo en la habitación toda la tarde. De la ventana salpicaban algunos flashazos.

Hacía tanto viento que el copal parecía estar quemándose en mi ventana, cosa que me mantenía en un estado de dilatación continua.

Al principio solo se escuchaban las voces de las dos mujeres. Pusieron música cálida. Incitadora. Se oían risillas y cómo se chocaban las copas, supongo, de vino.

Después, la música fue poniéndose más y más cálida. Las risas se volvieron carcajadas y los flashazos se hicieron constantes. No podía concentrarme. No podía dejar de imaginarme a las dos mujeres divertidísimas, gozando de la luz que se les filtraba entre los árboles. Seguramente por el calor, andarían desnudas y los efectos de las bebidas embriagantes ya las habrían dejado bastante húmedas.


Estaba húmeda también yo, tanto como ahora. Estar frente a esta ventana se ha vuelto una tortura desconcertante que me tiene fascinada. Creo que a esto se refería mi casera al advertirme de los susurros de mi nueva ventana.


(Jean-Marie Poumeyrol)