Aún
tenía 19, cuando dio a luz por primera vez. No estaba segura de fugarse
definitivamente de su casa. Pero se le hizo fácil irse, para no volver.
Sus
tres partos se dieron como Dios manda. Cada uno, mejor que el otro. Con mejores
atenciones médicas. Incluso por parte del marido.
Al
tercero, ya no estaba tan nerviosa y hubiese sabido bien cómo contestarle a
cualquier monjita malencarada que quisiera mandarla a su casa o que hiciera
conjeturas sarcásticas sobre su novatez.
Aunque
desconocía la fórmula para ser la madre perfecta. Se puso de misión
conseguirlo, muy a su manera.
Sin
pensarlo demasiado, adoptó las tareas que su contexto cargaba a la figura
materna. Exagerándolas, como siempre exagera. Haciéndolo todo, casi a la
perfección. Como hacía siempre la limpieza general en primavera, vacaciones,
otoño y Navidad.
A mi
madre, no le tocaron los mismos tiempos que a mí.
A mi
madre aún le heredaron la idea de que, al convertirse en madre, dejaría de ser
una mujer, individual. Y que los sueños suyos se perderían y cobrarían razón de
ser, solo, a través de los nuestros.
A mi
madre aún la educaron con la idea de que, ser madre en sí, implica dolor y
sufrimiento. Desde el principio y hasta el final. Entrega incondicional.
Y
por lo menos, así había sido para ella, siempre había visto sufrir a su madre. Por
la culpa de un hijo. O por la culpa de otro.
Sobre
la marcha. Sobre la propia experiencia de ser madre. Descubrió que nada estaba
escrito. Y que si de algo estaba segura, es de que no quería repetir la
historia.
Entendió
que el ser madre no implicaba una vida de sumisión y castigo. De abnegación y
penitencia. Comprendió que ser madre no la hacía más débil que sus hijas. Ni
superior a ellas.
Se
sorprendió entonces. Se dio cuenta que no había nacido solo para ser madre,
sino para ser un ser humano con la posibilidad de vivir la vida a su modo.
A mi madre no le tocaron los mismos tiempos que a mí. Y celebro que ella haya
buscado la posibilidad de la maternidad, desde otros ojos.
Yo.
Tuve una madre maltratada. Tuve una madre sumisa. Tuve a una madre abnegada.
Tuve una madre sufrida. Triste. Preocupada por todo. Tuve una madre
dependiente. Tuve una madre victimada. Enajenada.
Pero
también tuve después, a una madre que se atrevió a reconocerse y replantearse
su papel en la familia. A una madre que cuestionó su mirada.
Una
madre que dejó de ser solo una madre para ser María Guadalupe (sí, con sus dos
nombres de pila). Para ser sexy. Para ser hermana. Para ser tía, comadre,
vecina, amiga. Para reír a carcajadas. Para irse de concierto y gritarle "papasito" a Luis Miguel. Para chismear
mientras se pinta las uñas. Para comprarse zapatos y no solo mandiles. Para
soñar. Para dejarse crecer el cabello de nuevo y hacerse una coleta de caballo.
Hoy
tengo una madre que decidió cambiar la dependencia por la independencia. El
silencio por el diálogo. Las opciones, por el miedo.
Aunque
aún no encuentra el equilibrio que la llevará a la libertad del pensamiento y
la introspección, hoy tengo una mejor madre de la que pude haber tenido si ella
hubiese elegido el camino más fácil. Sufrir su maternidad. Hacerse la víctima. Creerse esa idea de que las mujeres nacimos solo para ser madres y llorarle a nuestros ingratos hijos.
Ahora
la misión es ser una madre digna hija de mi madre, me compromete. Me reta. Me
aterra.
Aunque
subrayo, fui una hija fácil. Sé. Reconozco. Estoy segura que fue de mi madre de
donde mamé las conductas que hoy me hacen un ser humano que prefiere hacer el
amor que la guerra, crear que destruir, amar que odiar, ver que cerrar los ojos.
Sentir. Volar.
A
mí, mi madre me confeccionó originales vestidos y disfraces. Me tejió mis suéteres. Le puso olanes
a mis calzoncillos.
A mí
mi madre me ayudó hacer las láminas de mis exposiciones y se desveló conmigo
mientras memorizaba las capitales.
De
mi madre aprendí valores. Modales. Me enseñó a comer con cubiertos y también a
chuparme los dedos.
Me enseñó la diferencia entre el bien y el mal y a entender mi capacidad de producir placer y también, mucho dolor. Me enseñó a elegir. A decidir lo que no quería ser y a decir lo que pensaba, por sobre todas las cosas.
Me habló de motivos. De causas. De consecuencias. Me puso ejemplos, usó refranes. Y por supuesto me habló de condones, sexo y porno.
A mí mi madre me enseñó a decirle vagina a mi vagina. A casi no ver la tele ni beber Coca-Cola. A compartir. A no mentir. A saludar a todos mis tíos y a exigir respeto, siempre, conociendo mis derechos.
A mí, María Guadalupe me enseñó a no tener miedo de pensar. A respetarme a mí misma. A amarme a mí misma. A entender que no soy mejor que ningún hombre, pero tampoco inferior ni dependiente por default.
A mi madre le tocaron otros tiempos.
Y
aunque todo eso hizo mi madre por mí. No ha logrado convencerme en que anhelar
lo que todos anhelan es la felicidad. Tampoco ha logrado convencerme de que es
justo el Día de las Madres cuando la debo homenajear.
Hoy
lo hago, porque me da la gana. Porque es sincero. Porque no lo hago para
cumplir algo. Por hacer lo que me dice la tv que significa ser buen hijo. Porque al final sé que siempre estoy ahí. Recordándole que la
amo. Contándole todo. Chismeándole confidencias. Pidiéndole consejos.
Incitándola a leer. Criticándola. Aceptando sus regaños. Planeando. Haciendo
corajes. Comploteando. Riendo. Riendo más. Riéndonos de nosotras mismas.
Siempre exigiéndonos ser más felices y bonitas.
TE
AMO MAMÁ.
(Fotos: Anónimas)
(Fotos: Roier Díaz)
Hermoso texto.
ResponderEliminar