No
soy la señora de la casa, como diría Peña Nieto. Y la verdad es que antes no me
interesaba acercarme a las labores domésticas. De hecho, bastaba con
relacionarlas a mujeres sumisas, dependientes, manipuladas y hasta golpeadas,
para de inmediato deshacerme de la idea de querer aprender de ellas.
Hoy
las cosas han cambiado. Yo, ya soy otra. Ahora me han dado ganas de cocinar mis
propios alimentos y de saber cuánto cuesta el kilo de tortilla. De ir al
mercado. De caminar. Oler los quesos frescos y las hierbas buenas. De escoger los
mangos más petacones y las manzanas coloradas.
Qué
distinto es ir a un mercado tradicional y no al Walmart. No entiendo por qué
nos empeñamos en enriquecer a esas transnacionales que nos ofrecen un
titipuchal de productos de malísima calidad, a precios excesivos y como de
plástico.
Al
comprar ahí ganamos tiempo (aparentemente), pero nos perdemos de muchas cosas
indispensables para lograr una mejor calidad de vida.
Confieso que en algún momento me volví una fiel consumidora de las tiendas de autoservicio.
Simplemente es más fácil. Siempre salgo tarde de la redacción, obvio no voy a
encontrar el mercado de mi casa abierto. ¿Y en la mañana? No, pues ni pensarlo
en la mañana, si tengo que irme dos horas antes porque el Metro está imposible.
Al final, nos resuelven todo sencillito. Empaquetado. Casi listo para comer
ahora, lo más rápido posible, antes de que se nos desintegre en las manos.
(Foto: Roier Díaz)
Las
cosas son así y lo sabemos. Las leyes incluso, se han reformado para
apoyar el surgimiento desmedido de supermercados por toda la ciudad,
envenenando poco a poco el resto del país.
Basta
asomarnos al trabajo periodístico con el que Alejandra Xanic von Bertrab y David
Barstow obtuvieron el Premio Pulitzer el año pasado. Una interesanteinvestigación sobre la política de sobornos
con la que Walmart abrió decenas de tiendas en México entre 2003 y 2005,
colocando sucursales cerca de polémicas zonas como las pirámides de Teotihuacan.
Y en donde lo que importa en realidad, no son precisamente los consumidores.
Mientras
que en países como Alemania, se legisla en contra de estos monstros
comerciales, en México se plantea una Ley de Mercados Públicos que solo
perjudica a los pequeños locatarios. Todo a favor de su exterminio. Todo en pro
de la inyección de capital extranjero, de las megaempresas, de los monopolios,
del imperialismo comercial.
¿Por qué dejamos que nos invadan? Bueno, es
que ellos son muy inteligentes y también multimillonarios. Mientras que los
mercados públicos agonizan nosotros atiborramos los bolsillos de esas grandes
empresas comprando latas, colorantes artificiales, soluciones lácteas, conservadores y enfermedades degenerativas al por mayor.
Hoy
fui al tianguis de barrio y me gasté solo $290. No lo podía creer. Llené dos
bolsas del mandado.
(Foto: Roier Díaz)
Compré
un poco de todo. Cecina. Queso oaxaca, queso de cabra, crema. Cebolla, brócoli,
champiñones, flor de calabaza, huitlacoche, ajo, chiles, papas. Tés de limón y
manzanilla. Piña, uvas, fresas y hasta moritas.
Lo
mejor fue cuando hallé unos hermosos jitomates hidropónicos. Un kilo por 10
pesos. Llené mi refri para toda la semana. Con esa cantidad en cualquiera de
esas megatiendas apenas hubiera echado unos cuántos artículos a mi carrito.
Por la tarde cociné mi refri. Qué diferente es comer queso que puedes masticar, queso que puedes oler. Queso que puedes saborear. Qué distinto es tomar agua fresca, azucarada, al gusto.
Quiero comprar más jitomates hidropónicos y dejar la adicción por los códigos de barra. Vale la pena que nos pongamos a pensar un poco en qué medida podemos mejorar nuestra calidad de vida.
Es la pregunta que me ha perseguido durante toda la vida, y es natural, es la base del entendimiento de mí misma, de mi papel ante la vida, de mi relación con los otros, de las filosofías que al final me han hecho quien soy hoy, una preguntona incansable que lo único que quiere es quejarse siempre de las cosas que no le gustan, que siempre está buscando ir en contra (nomás por qué sí), haciendo polémica...
De
niña dice mi mamá que casi no hablaba, podía pasarme las horas ante el
televisor sin decir nada, solo ahí, pasmada, hasta que las imágenes me
abrumaban y cayera rendida.
Cuando
vivíamos en Texcoco parecía que era muda, pero es que no había a quién decirle
nada. Mi mamá tenía la mirada triste, siempre estaba esperando a mi papá. ¡Tan
joven y ahí encerrada!, solo limpiando la amplia casa, doblando la ropa y
acomodándola por colores y aromas.
Así
fue al principio pero poco a poco fui mostrando mi verdadera vocación:
parlotear, preguntar por todo, hacer agonizar a los adultos a los que se les
ocurría hacerme la conversación por algo, lo que fuera.
Me
acuerdo que platicaba con mi tío Inés, del tío Macario y cómo gustaba de empinarse
el plato para poder terminarse todo el caldo. Me gustaba imitarlo.
También
platicaba con mi abuelita Macrina. A ella le gustaban las telenovelas, pero
también contaba historias que a veces me parecían un poco inverosímiles, sobre
todo las de los robachicos y los rayos que partían campanarios.
Cada
vez fui aprendiendo más y más palabras. Siempre me han gustado mucho, acomodarlas, escribir cosas con ellas, decir algo.
¿Qué
tengo que decir y por qué decir algo, en este ruidoso universo en el que lo
que sobra son personas absurdas gritando estupideces?
Yo,
yo soy nadie. Por lo menos nadie importante, nadie que la gente esté aclamando
o preguntándole algo.
He
tratado de huir de esta narrativa que me obliga a desnudarme siempre, ante cualquier extraño. He tratado
de ir en contra de lo que me da curiosidad, porque siento, de pronto, que
ofende, que es malo y me ha traído problemas. Por eso siempre volvía por mis
ropas, a taparme, avergonzándome de haberlo intentado. Sintiéndome, cual suripanta.
Cuando
niña pretendí tocar la guitarra, ser gimnasta, clavadista y hasta integrante de
un prestigioso coro. En la prepa se me metió la idea de que quería ser
escritora, pero fui objetiva, vi mi rostro, toqué mi corazón y en él hallé
nulas posibilidades.
Creí
entonces que la única opción que tenía de acercarme a las letras era teniendo
un espacio en algún medio pesado como El
Reforma, Excélsior, La Jornada o El
Universal.
¿Pero
qué podría decir yo en esos manipulados medios? Hablar de política y sus truhanes. De salud,
finanzas o moda, incluso tener una columna donde pudiera hacer crónicas de
larguísimos viajes… O quizá elaborar los horóscopos observando los prejuicios
de los otros para poder hacer atinadas anotaciones.
Al
principio no me preocupé por eso y después me fui amoldando un poco a las ideas
que me metieron en la universidad. La verdad, creía que esto de los medios de
comunicación era una cosa seria.
Al
leer sobre el nuevo periodismo, al leer A
Sangre Fría de Truman Capote, Los
rituales del caos de Carlos Monsiváis y la Sopita de Fideo de Cristina Pacheco… Al llevar mis pensamientos a
dónde nunca habían sido capaces de llegar… al fumar hierba, al soñar a través del cine de David Lynch, Martin
Scorsese, Julio Medem, Pedro Almodóvar, Danny Boyle, David Fincher, Stanley
Kubrick…
La
verdad dejé que ese misterioso velo envolviera mi deseo de ser una contadora de historias.
No permití que lo demás me afectara de sobre manera. Descubrir la hipocresía y
la deslealtad humana, encararme a la mentira, con todo lo profunda y absurda
que pudiera llegar a ser… eso, todo junto, me hizo una persona triste,
solitaria, mecánica, abandonada de mí misma.
No
pensaba en el suicidio como una opción porque ellas me necesitaban y yo me daba
perfectamente cuenta. Quizá haber nacido el mismo día en el que nació mi
abuela, bajo el signo de escorpión, el ser la primogénita, el no haberme
llamado Rafaela… quizá algunas de esas cosas debieron inferir en mi energía, y
quizá por ello yo no pude escapar a mi destino de ser la mujer infeliz que era.
Desanimada,
asqueada, decrépita… así anduve un tiempo. Tampoco es que me diera cuenta. Huí,
volví, me aventuré. Conocí a un hombre que me habló al oído, fui amada, fui
deseada, fui tocada del alma. Enloquecí. Solo pensaba en él, en mí, y en
nuestros cuerpos enroscados.
Cuando
regresé del embriago que me salvó de la vida y de la muerte… cuando pude distinguir
de los árboles frondosos y hablantines, de los secos y silenciosos… cuando me
di cuenta que la única forma de vivir una vida más a mi modo era a través del
ensueño, el deseo, el gozo y la fantasía… a través del cine, del teatro, del
cuerpo, de la danza, del canto y del rock, de la nostalgia y del presagio…
Luego
de todo eso, entonces, mi idea de escribir sobre la simple existencia y la
posibilidad de ser o no ser lo que se quiera, se me clavó en la cabeza. Me di
cuenta que mis motivos estaban aquí, en escribir más, de ti, de mí, de él, de
nosotros, de nuestro tiempo, de nuestras almas, de las calles por las que
transitan nuestras almas.
Del
miedo, del paro, de la represión y la corrupción. Del despilfarro. De lo falso
y lo mundano, del sexo y el amor, del arte y el alcohol…
¿Qué es la vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño:
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son.
¿Por
qué escribo? Por frenesí, por locura, por delirio, por impulsos que me
contagian, por mi necesidad intensa de transformar el lugar en el que vivo, por
mi capacidad de imaginarlo todo diferente... para provocarte, para alejarme de
ti y luego, conectarme contigo. Consciente. Para hallar mi identidad, para
entender porqué siempre quiero regresar a él, a sus brazos.
Porque
es mi forma de dejar en el mundo una huella. De hacerme voz, de cantar mis
cantos. Porque amo la tradición oral. Por mi afán de contar, por lo menos mi
historia, que al final es la historia de quienes me hacen el mundo, porque sin
el otro, qué rayos he sido, quién soy, cuándo seré y para qué.
No
pretendo decirle a nadie cómo pensar ni cómo es que la vida se vive mejor. Solo
busco compartir mis reflexiones, mis inquietudes, mis perversiones, mis rutas por la Ciudad de México. Ser
honesta.
Lo
hago con amor y por amor, a la cultura, al conocimiento, al universo, al
infinito. Lo hago porque quiero contagiar al otro de la necesidad de hacer
poesía y de escuchar un poco de progresivo. De gritarle que lo necesito para
poder romper el espejo, alucinante y corrosivo.
Si
callara. Si alguien quisiera apagar mi voz, me desvanecería. La lengua se me
secaría y mis labios dejarían de estar jugosos. Todas mis plumas tendrían
tinta. Las teclas de mi laptop no estarían borrosas… Si callara, sucumbiría en
el error, en la contradicción, en el desencanto, en la muerte perpetua, como
extensión de la vida.
Amar,
llorar, reír, hacer cosquillas… todo, a través de las fantasías, las fantasías
de mis ojos, de los tuyos, de mi cámara, a través de las habladas. Lo que
pienso yo, lo que pasó, lo que no, lo
que me invento. Lo que soñé un día, lo que me dijo un ex novio, lo que escuché
en el camión, en el vagón del Metro. Lo que me contó mi vecina, secretos,
chismes… lo que me transformó, lo que me carcome, lo que me hubiera gustado ser, lo que no soy, lo que aparento, lo que oculto, lo que exhibo. Todo. Amontonado, aquí mezclado. ¿Para
qué? Para nada. Para todo. Porque aún no he muerto.
Bienvenidos. ¡Viva la Revolución de las ideas!
“No puedes depender de tus ojos cuando tu imaginación está fuera de foco”.
No
hay nada que me excite más que la imagen de mí misma ante el espejo, tocándome,
acariciándome, probándome una y otra vez esa diminuta tanga que me compré para
tomarme unas fotografías y enviárselas a él por WhatsApp.
A
veces he pasado todo el fin de semana en ello. Subo el volumen de la música a
todo lo que dan las bocinas y me quedo ahí, frente a una fuente casi inagotable
de sol.
He
encontrado el paraíso en mi habitación. Había pasado por ahí muchísimas veces.
Me había retratado en ese rincón y había notado esa luz, pero había algo que no
se acomodaba como para hipnotizarme.
Un
día, mientras me desvestía frente a la ventana, noté que las ramas de los
árboles que alguna vez plantó mi abuela, estaban invadiendo el quicio
desvergonzadamente. Me emocioné muchísimo. Una brisa se coló y se me erizó la
puntita de los pezones.
Días
después me fui dando cuenta que las hojas se estaban acumulando como que a mi
favor. Noté que aunque dejaban atravesar la luz, filtrándola aún más deliciosamente,
hacían también de barrera anti vecinos morbosos.
¡Qué
chulada!, en mi propia habitación hallé el paraíso. Ese día el sol estaba
acaloradísimo. Apenas había pasado el mediodía. Apenas comenzaba a asomarse el
torrente energético que mucha falta le hacía a mi cuerpo.
Cerré
los ojos. Acomodé un sillón viejo de terciopelo rojo, que Fabiano había
rescatado una vez de un vecino de la Roma que quería enviarlo al basurero, y me
quedé un buen rato. A gusto. Riquísimo.
Me
trasladé a ese escenario en el que mis primas Artemisa y Diana, mi hermana y
yo, nos inventábamos nuestra playa, en el patio de la casa, los domingos, me
parece. Hacíamos nuestras maletas, las llenábamos de cremas y bronceadores y
nos juntábamos. Cada quién extendía su toalla donde más le parecía. Nos
embadurnábamos y ahí nos echábamos cual lagartijas en curiosos bañadores. Nunca
faltábamos y cada quien llevaba su propia sombrilla. El sol no quemaba,
complacía y jugueteaba con nosotras, escondiéndose, a veces.
…¿y si
lo hago de nuevo? ¿y si lo hago aquí, yo sola? Nadie puede verme. Desaté mi
vestido por el cuello y dejé que se escurriera por mis piernas. Ya hacía calor.
Saqué de entre mis perfumes un bronceador y me lo fui untando desde los
tobillos.
Siempre
he deseado quedar bronceada pareja, bien, tetas y culo. No me encanta que se me
dibuje el bikini y cada vez me los he ido comprando más pequeñitos, para
borrarlos. Mejor, sin calzones.
Me
quedé completamente desnuda, frente a la ventana. Brillantísima. Dorada. ¡Já!,
qué delicia! he encontrado el paraíso en mi habitación. Cerré los ojos de
nuevo. Seguí distribuyéndome por el cuerpo la olorosa crema veraniega y me
tendí horas, desnuda, dejando que el sol hiciera de las suyas.
Cuando
el sudor empezó a brotarme entre los poros fui a cambiar la música y reproduje
al menos tres veces Hawaii-bombay de
Mecano. Luego dejé su turno al silencio. Se escuchaba el murmullo de los
vecinos y los pájaros, cosa que se me hacía divertidísima. Mi playa en la
ciudad. Mi playa escondida, mi playa nudista.
Primero
me bronceé de frente y luego, las nalgas. Amo mi culo, tan redondito, tan
firme, tan joven, pero tan descolorido. Abrí los muslos para acomodarme a modo
que los rayos del sol lo penetraran, tiñéndolo delicadamente.
Me
mojé por completo. Al levantarme, un hilito de mi humedad se quedó impregnada
en el sillón. Reí. Cualquiera, moriría por estar conmigo en mi habitación, en
mi paraíso discreto, indecente. Pensé. Ahora ese será mi secreto y aún no sé
cuándo querré mostrárselo a alguien ¿a quién?
Ya
casi se esconde el sol. Me quedan solo unos minutos. No hay nada que me excite
más que la imagen de mí misma ante el espejo, tocándome, acariciándome,
untándome bronceador, atándome el cabello y mirándome a los ojos.