Ningún
vecino a la vista. No había nadie asomando el pico por las azoteas de mi rumbo.
Todos se quedaron dormidos. Nadie se animó a salir, por el viento, supongo, o
porque se imaginaban que aquello de la luna roja era meramente un chistorete,
de esos que a diario nos hace la televisión para desinformarnos. Total. Ellos
se lo pierden. Estamos solos y el eclipse ya comenzó.
Caray.
Por lo menos hubieran apagado las luces de las casas. Y del aeropuerto.
Dejé
salir a las gatitas. Comenzaron a juguetear. Yo no podía dejar de ver a Marte. Tan
brillante. Contemplar otro planeta. Se siente extraño. Como un vacío, un vacío
deleitable, agudo. Profundo.
Nos
trepamos por aquella estrecha escalera. Yo lo seguí a él y ella me siguió a mí. Estuvimos un rato allá
arriba. En lo más alto del segundo piso. Estaba despejado. Se veían lucecitas titilar, por todos lados.
Mientras
él la fotografiaba, ella se ponía roja y yo, empecé a ir de un escenario a
otro. Comencé a recordar aquel eclipse de sol de 1991 en el que se hicieron
campañas, intensas, para orientar a toda la población, sobre el angustiante
fenómeno astronómico.
Estábamos
en Metepec, un balneario de Atlixco, Puebla. Se sentían los nervios de todos.
Se decían muchas cosas. ¿De veras podría acabarse el mundo? ¿Y si el Sol, explota? ¿Y si todas las embarazadas dan a luz, al mismo tiempo?
Escépticos
vimos cómo anocheció, a plena luz del Sol. Las aves llegaron, a prisa. Se
metieron a sus nidos. Se fueron a dormir.
Nosotros
nos quedamos ahí, contemplando. Pensando, tal cual, en la inmortalidad del
cangrejo, en nuestra propia inmortalidad. En lo que estarían pensando esos
pájaros. Y en lo que pensarían tras la breve
velada. En la efectividad de aquellos filtros, no fuera siendo que nos
quedáramos ciegos, después. Sería un mal fin.
También
recordé el cielo más estrellado que mis ojos han podido ver. En La Escondida,
un ranchito que está cerca de Lagos de Moreno, Jalisco. Qué noches pasamos
allá. Negra. Así lucía la oscuridad. Qué noche tan plena. Las cabezas nos
dolían de echarlas hacia atrás. No podíamos despegarle al cielo la mirada.
Mientras
yo hablaba y hablaba ella enrojeció, por completo. ¡Sí estaba roja! Ojalá hubieran
apagado la ciudad, para verla arder.
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