El
follaje de los árboles cubre casi por completo la ventana. Del marco se asoman
malvones rosados y se desprende un agudo olor a menta.
Antes
de la medianoche se enciende una lámpara que deja ver cómo se escapa un hilo de
copal quemado.
Esa
mujer parece más bien un gato. Apenas llega su marido a casa y comienza a sonar
música extravagante.
Aunque
la ventana de mi habitación queda frente a la suya, prácticamente no veo
nada. Por la noche, sombras y por la mañana destellos.
Qué
difícil es concentrarse cuando esa ventana está tan expuesta. Lo más tormentoso
es cuando llega el ritual.
Siempre
escapan sonidos difíciles de identificar. A veces se escucha como si una gata
en celo se estremeciera desde el otro lado. Como si un gran felino se le incrustara bruscamente, más y más.
Pero
no. Son dos amantes de forma humana los que ahí se entrepiernan cada tarde,
cada mañana, todas las noches.
Las
más intensas han sido las de luna rebosante, a las que universalmente se le han
atribuido dones hipnóticos y afrodisiacos. Esas noches aquel hombre posee a la
mujer como si ésta fuera una prostituta, cosa que le excita a ella, tanto como
a mí. Escucharla me hace figurarme que también podré poseerla, un día, cuando
la haga salir de esa habitación, o logre colarme en ella.
Él es fotógrafo. Entra y sale de ahí sin horarios precisos. Aunque no suelo admirar la belleza de los hombres, debo aceptar que éste es particularmente atractivo. Su
discreción llama la atención. Y sus largas barbas...
El
domingo pasado llegó en un coche. De él descendió acompañado de una rubia. Era
una mujer chiquita, de un cuerpo disimulado pero de un trasero exquisito.
Sacaron
de la portezuela un par de maletas de las que se asomaban algunos accesorios como antifaces y colguijes brillantes. Entraron de inmediato al departamento.
La
rubia estuvo en la habitación toda la tarde. De la ventana salpicaban algunos
flashazos.
Hacía
tanto viento que el copal parecía estar quemándose en mi ventana, cosa que me
mantenía en un estado de dilatación continua.
Al
principio solo se escuchaban las voces de las dos mujeres. Pusieron música
cálida. Incitadora. Se oían risillas y cómo se chocaban las copas, supongo, de
vino.
Después,
la música fue poniéndose más y más cálida. Las risas se volvieron carcajadas y
los flashazos se hicieron constantes. No podía concentrarme. No podía dejar de
imaginarme a las dos mujeres divertidísimas, gozando de la luz que se les
filtraba entre los árboles. Seguramente por el calor, andarían desnudas y los
efectos de las bebidas embriagantes ya las habrían dejado bastante húmedas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario