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lunes, 18 de agosto de 2014

Desde la ventana

El follaje de los árboles cubre casi por completo la ventana. Del marco se asoman malvones rosados y se desprende un agudo olor a menta.

Antes de la medianoche se enciende una lámpara que deja ver cómo se escapa un hilo de copal quemado.

Esa mujer parece más bien un gato. Apenas llega su marido a casa y comienza a sonar música extravagante.

Aunque la ventana de mi habitación queda frente a la suya, prácticamente no veo nada. Por la noche, sombras y por la mañana destellos.

Qué difícil es concentrarse cuando esa ventana está tan expuesta. Lo más tormentoso es cuando llega el ritual.

Siempre escapan sonidos difíciles de identificar. A veces se escucha como si una gata en celo se estremeciera desde el otro lado. Como si un gran felino se le incrustara bruscamente, más y más.

Pero no. Son dos amantes de forma humana los que ahí se entrepiernan cada tarde, cada mañana, todas las noches.

Las más intensas han sido las de luna rebosante, a las que universalmente se le han atribuido dones hipnóticos y afrodisiacos. Esas noches aquel hombre posee a la mujer como si ésta fuera una prostituta, cosa que le excita a ella, tanto como a mí. Escucharla me hace figurarme que también podré poseerla, un día, cuando la haga salir de esa habitación, o logre colarme en ella.

Él es fotógrafo. Entra y sale de ahí sin horarios precisos. Aunque no suelo admirar la belleza de los hombres, debo aceptar que éste es particularmente atractivo. Su discreción llama la atención. Y sus largas barbas...

El domingo pasado llegó en un coche. De él descendió acompañado de una rubia. Era una mujer chiquita, de un cuerpo disimulado pero de un trasero exquisito.

Sacaron de la portezuela un par de maletas de las que se asomaban algunos accesorios como antifaces y colguijes brillantes. Entraron de inmediato al departamento. 

La rubia estuvo en la habitación toda la tarde. De la ventana salpicaban algunos flashazos.

Hacía tanto viento que el copal parecía estar quemándose en mi ventana, cosa que me mantenía en un estado de dilatación continua.

Al principio solo se escuchaban las voces de las dos mujeres. Pusieron música cálida. Incitadora. Se oían risillas y cómo se chocaban las copas, supongo, de vino.

Después, la música fue poniéndose más y más cálida. Las risas se volvieron carcajadas y los flashazos se hicieron constantes. No podía concentrarme. No podía dejar de imaginarme a las dos mujeres divertidísimas, gozando de la luz que se les filtraba entre los árboles. Seguramente por el calor, andarían desnudas y los efectos de las bebidas embriagantes ya las habrían dejado bastante húmedas.


Estaba húmeda también yo, tanto como ahora. Estar frente a esta ventana se ha vuelto una tortura desconcertante que me tiene fascinada. Creo que a esto se refería mi casera al advertirme de los susurros de mi nueva ventana.


(Jean-Marie Poumeyrol)

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